El tema de la Comunión del pelirrojo es tan grande y abarca tanto desasosiego que tengo que contarla por capítulos para no haceros un post de 20 páginas y mataros de estrés un lunes por la mañana y, entre los momentos destacados como en la gala de los Oscars, la búsqueda del traje merece una distinción especial además, lógicamente, de un tratamiento psicológico para todos.
Mi intención era vestir al niño de civil, es decir, pantalón chino -a ser posible bermudas- camisa y chaqueta, como aspirante a niño de bien, pero entre mi familia tenía a varios enemigos dispuestos a torcerme los planes. Por un lado mi padre, traumatizado porque de pequeño no pudo vestirse de marinero y su ilusión es que sus nietos sí lo hicieran, mi hermana, que detesta el marinero y quiso vestir al primísimo en su día de civil, pero la mirada lastimera de mi padre y la del niño, loco por el baberín marinero y mi intervención a favor del niño, me valieron una amenaza directa “Acúerdate, que al pelirrojo lo vestimos de almirante como que me llamo Carolina” con ojos de furia, y la mamma, la fuerza rasputiana de la familia, que siempre ha odiado el marinero pero que por dar guerra decidió erigirse en el estandarte del marinerismo comunionero este año.
Yo, que con el pelirrojo soy menos madrastrona que con la pelirroja, imagino que porque ya voy perdiendo gas maternal y años de esperanza de vida y ante la amenaza familiar, le dije al niño que podía elegir el que quisiera, eso sí, dentro de una opciones limitadas, que conociéndole era capaz de recitar el credo vestido de astronauta.
Y así, una tarde de marzo nos lanzamos a la tarea, el dúo pelirrojo y yo misma, sin más compaña, porque cuantas menos opiniones dando guerra en el probador, mejor.
Hay que señalar que días antes de este momento histórico, yo la le había probado al niño un traje de civil así como quien no quiere la cosa para ir haciéndole boca -no todas las enseñanzas de la mamma caen en terreno baldío- y el niño le había hecho ojitos, pero claro todo en plan improvisado, en un probador normal de ropa normal -léase no de Comunión- y sin grandes aspavientos. Pero esa tarde íbamos a darlo todo, a iniciar nuestras tareas de damas de honor comunioneras, pensando que en un minuto liquidaríamos todo lo que hubiera que liquidar que un niño no es una niña y todo es mucho más fácil. Ja.
La primera parada era en la peluquería, donde su peluquera habitual nos había dicho que lo lleváramos por esa fecha para luego, en las siguientes citas de cara al gran día, ir solo retocándole las puntas, como si el niño tuviera el pelo de Cher, pero yo ya protesto poco y así lo hicimos. El problema es que cuando llegamos, la peluquera habitual no estaba y tuvimos que explicarle a una señora de ojos locos y con los pelos de Cindy Lauper, el pelado del niño y ella fingió entenderlo.
Dos minutos que nos despistamos la pelirroja y yo, les sirvieron a Cindy para desgraciar al niño, pelándole muy corto por detrás y dejándole en la parte de arriba una zona media de pelo largo y lacio, como una cresta venida abajo, a medio camino entre un rebelde del Swing y un skater emo. “Es que el niño es ya muy mayor para ese peinado que me habías dicho” fue toda su explicación y yo, ojiplática, sin saber si engancharme al moño o sacarme los ojos, decidí en mitad de la conmoción, fingir que estaba divino, pagar y subir a la planta de trajes de comunión sin dejar de imaginarme al niño frente al altar dando flequillazos a diestro y siniestro como un punky en depresión.
Sorprendentemente, no había mucha gente en el corner de comunión y pudimos encontrar un dependiente de los buenos, que tras dirigir una mirada espantada al pelo del niño, me pidió el número de pedido para traerme el traje, dando por hecho que veníamos a recoger unos arreglos, pero cuando le dije que la idea era comprarlo ese día casi muere en el acto. Y con los ojos muy muy abiertos me dijo “Pero señoraaaaaaaaaaaa, ¿cómo viene usted tan tarde? ¿Cómo se le ocurre que va usted a encontrar traje a estas alturas? ¿pero cómo se le ocurre? Señoraaaaaaaaaa”.
Y yo, estupefacta, sin saber si salir corriendo a llorar al probador o llamar a urgencias para que le pusieran una pastilla bajo la lengua al señor, solo acerté a decir “Pero si quedan tres meses y es un niño, vamos que no queremos nada especial”. Y el dependiente puso los ojos en blanco como si le estuviera ofendiendo muchísimo y me dijo que sólo tenían lo expuesto ni más tallas ni más colores ni más nada, que además había huelga de transporte y ya no podría llegar nada. Nada. Y tras dirigirle una última mirada al niño que mascaba pelo desde que salimos de la peluquería, nos señaló unos percheros con posibilidades de pedir algo a tiempo y se fue cabeceando al almacén como si le hubiéramos nombrado a su madre.
Visto lo visto, me encalomé al perchero como una ninja y conseguí hacerme con un traje de marinero en color beige, feo como un demonio, y un traje de civil con una chaqueta de brillos imposible pero ante el apocalipsis anunciado por el dependiente, lo mismo me daba ya llevar al niño de fallera.
Con la agilidad que nos caracteriza, la prueba era digna de haberse grabado, los tres encajados en el probador como tres aspirantes del Circo del Sol, colocándole al niño el traje de marinero que le sentaba como un tiro y no sólo porque el color le hiciera parecer tísico, sino porque le quedaba pequeño de cintura e inmenso de todo lo demás, sobre todo de hombros, dándole un rollo señora cincuentona de los 80 a medio camino entre Tino Casal y una de las Chicas de Oro.
“Yo se lo veo pintado” dijo el dependiente que obviamente ya debería estar bajo los efectos del diazepam. Así que sólo asentí y le probé el traje de civil y la chaqueta de brillos estilo John Travolta que al niño y a su flequillo de gallo morón, le volvieron loco. Obviamente, esa chaqueta no iba a ser la elegida, pero al menos ya sabíamos que esta versión de traje era la elegida. “Mamá, entiéndeme, con esta chaqueta me veo claramente más elegante y además de marinero no tiene sentido porque ¿por qué puede ir uno disfrazado de marinero y no de minero, por ejemplo?” Y yo tirada en el suelo con ganas de pedir el suicidio asistido solo pude darle la razón.
La chaqueta la encontramos otro día en otra tienda sin dificultad alguna, para la camisa blanca tuve que sobornar a dos dependientas de labios perfilados, porque encontrar una camisa blanca no es moco de pavo, que no sea de diario, ni muy oxford ni de camarero ni de Tony Manero, pero la encontramos. La camisa y una corbata, que no se diga. Pero el pantalón. Ay, el pantalón.
El niño que siempre había sido un canijo hasta el punto de que tuvieron que hacerle su primer uniforme porque no había de su minitalla, se vino arriba en el confinamiento y ahora luce unas hechuras generosas, que encuentran su máximo problema con los pantalones porque para que le dé la talla de cintura, el tiro le queda larguísimo. Infinito.
El asunto se disimula con camisas por fuera, pero claro tampoco es plan para la comunión llevar al niño como The Beach Boys, así que las opciones que teníamos eran señor jubilado con pantalón a la axila o pantalón en la cintura y el resto caído estilo Raperos del Sur. Todo mal.
Si digo que al niño le probamos treinta pantalones diferentes intentando encontrar un minitiro como los pantalones que llevábamos en 2003, puede que me quede corta. Una mañana de sábado en El Corte Inglés, el niño, que a diferencia de la pelirroja es sumiso de nacimiento, se tumbó en el suelo del probador y se negó a probarse más. “Es que ya me duelen hasta las rodillas” dijo el pobre y cuando me vi en el espejo con los ojos de loca y la bola de pantalones detrás, decidí que ser Rapero del Sur no era tan mala opción.
Así que nos llevábamos la opción menos mala cuando por azares del destino vimos unas bermudas que no sólo le gustaron sino que accedió a probárselas y como por arte de magia le quedaban perfectas, como hechas a medida. Milagro. Y cuando salimos para que la dependienta nos diera el visto bueno, todo el personal de planta, que nos había perseguido con chinos de todas las marcas, tallas y colores nos aplaudió como si acabáramos de ganar Eurovisión.
Y no era para menos.
Luego se lo enseñé a la mamma, que obviamente mostró su total desaprobación y amenazó con llevarse un día al niño a buscar “un traje de ceremonia decente”. El pater me dijo que la corbata parecía del Barça y que igual debíamos buscar otra y que lo de los calcetines largos por qué. Y mi hermana para torturarme me trajo a casa el traje de marinero del primísimo para tratar de engatusar al pelirrojo y cumplir su venganza. Pero el pelirrojo, con los muslos raspados de tanto probarse pantalones se negó a cambiar ni un botón de su traje. Y entonces, la que aplaudí fui yo.
CRISTINA LLAMAS
Hola, Cristina!
Eso de que como es niño es más fácil es la gran mentira de la maternidad que me tragué mientras rezaba en las ecografías para que vinieran con la flecha…
Jajajjja qué bueno!! Me lo imagino y parar de reír no puedo… Pero ha valido la pena,no? Pelirrojo directo al altar de los guapos. Y con ese arte que seguro que tiene…El dolor de rodillas momento probador es lo más jajajjj
Al final, final, sí, jajajja
En la maternidad nada más que hay mentiras! jajajja
Me has alegrado el lunes por la mañana !!!! He vivido la historia como si supiese lo que es vivir con un/a pelirroja 😂🤣😂😂
El pelirrojismo es duro! jajja
El infierno. Estoy viendo a mi yo del futuro pero sin marinerismo que en mi familia somos de mal de tierra. 🤣🤣🤣😅
Di que sí, tú de civil, pero que tampoco es tan fácil como parece, eh? Te voy avisando ya jajajja
Me he estresado casi tanto como tú. Alegría de buena mañana,jjajaja
Jajajjaja, lo siento!
Vamos a ver Flor, que risas, me has generado más endorfinas que dos horas de spinning (se supone que el deporte genera de eso, no?). Y me has librado de un bromazepam.
Para cuando otro libroooo!!!!
Jajjajaja, me alegro!! Que el gimnasio es el mal!! Un libro tendría que ser un thiller jajajja